La fidelidad es la virtud que dispone al hombre a mantener aquello que ha prometido, es la conformidad de lo que se dice con lo que se hace, reposa sobre la honestidad que debe reinar sobre los hombres. El fundamento de la fidelidad humana es la fidelidad de Dios. A pesar del pecado original, Dios no abandona al hombre, sino que le promete la victoria contra el mal. Establece con él una alianza y se revela como el Dios fiel a sus promesas. Se manifiesta como el Dios «rico de amor y fidelidad» que mantiene eternamente su alianza y su amor « has de saber, que es el Dios verdadero, el Dios que guarda la alianza y el amor por todas las generaciones a los que le aman y guardan sus mandamientos ». La fidelidad divina tiene su más perfecta manifestación en Cristo, en el que se cumplen las promesas hechas a los Patriarcas.

A la fidelidad de Dios debe corresponder la fidelidad del hombre que se identifica con la rectitud moral. El nuevo testamento pone la fidelidad en relación explicita con el amor: es el amor de Dios el que pide como prueba y expresión de amor la fidelidad del hombre.

El cristiano tiene que ser fiel, en primer lugar, a Dios, viviendo la vocación que ha recibido en el Bautismo, vocación a la santidad y a la misión de evangelizar el mundo, es decir, a identificarse con Cristo. Esta vocación se concreta despues en caminos diversos: unos son llamados a santificarse en las realidades temporales otros en la vida religiosa, unos en la vida matrimonial, otros en el celibato, etc.

Respecto a los demás, el hombre debe cumplir fielmente la palabra dada o las promesas explicitas o implícitas que ha asumido: fidelidad conyugal, fidelidad a los fratres, fidelidad al trabajo, a la patria, etc.

Un campo especial de la fidelidad a los demás es el que se refiere a guardar los secretos, pues conllevan a un compromiso implícito o explícito de no ser revelados. Sin embargo, algunos secretos deben revelarse en razón a la fidelidad debida a otra persona; otros en razón de esta misma virtud, deben callarse.

Actualmente está bastante extendida la opinión, fruto de una antropología errónea y del olvido de la gracia divina, de que el hombre, un ser limitado, débil y contingente, no puede comprometerse a nada de modo duradero, y menos para toda la vida.

El Catecismo de la Iglesia Católica afirma, en cambio, que «Por haber sido hecho a imagen de Dios, el ser humano tiene la dignidad de persona; no es solamente algo, sino alguien. Es capaz de conocerse, de poseerse, y de darse libremente y entrar en Comunion con otras personas; y es llamado por la gracia, a una alianza con su creador, a ofrecerle una respuesta de fe y de amor que ningún otro ser puede dar en su lugar»

Gracias a la espiritualidad de su alma, el hombre no está anclado al momento presente, gracias a su capacidad de prever y proyectar, puede adueñarse de su futuro y entregarlo. De ahí que asumir un compromiso según las propias capacidades, no implique una reducción de la libertad, sino por el contrario, un acto de libertad, y la fidelidad a ese compromiso, que exige ejercitar la libertad día tras día para hacer realidad lo que se ha prometido, perfecciona la libertad día tras día para hacer realidad lo que se ha prometido. No decidirse, o no comprometerse, no significa tener más libertad, sino convertir la libertad en esclava del propio egoísmo o de la propia soberbia.

Pero la fidelidad no es fruto de la inercia ni del entusiasmo. Exige poner los medios adecuados para consolidarse como virtud. El conocimiento propio, que lleva a reconocer las debilidades y, en consecuencia, a rectificar y a pedir ayuda a Dios para vivir lo que se ha prometido, la lucha por vivir la fidelidad en los pequeños deberes de cada día, que prepara a la persona para ser fiel en situaciones de mayor dificultad, y el crecimiento en el amor a Dios y a los demás.